Mi sobrino José María se ha proclamado campeón del mundo con la selección española sub’19 de Balonmano, en el mundial que se celebró la semana pasada en Croacia. Desde el pasado domingo, he repetido esta frase con frecuencia y mucha ilusión.

Uno de los secretos menos secretos con efecto inmediato en la belleza de la gente es el triunfo y la alegría de los tuyos. Es verlos sonreír abiertamente y con expresión generosa y se pone uno guapo, como no lo ha estado en mucho tiempo. Tratamiento infalible.

Se estarán preguntando qué tienen que ver churras con merinas. Sencillo. Todos esos Hispanos Juveniles que han hecho campeona del mundo a España sub´19, tienen en sí la belleza de la juventud, del esfuerzo, del talento y de la disciplina. La de la docilidad ante la buena dirección del cuerpo técnico y la elegancia al recibir a un nuevo miembro en el equipo para que se sienta acogido desde el minuto uno. Y toda esa hermosura física, en maneras, en virtud, en trabajo personal y de conjunto, esa persecución concentrada de un objetivo común, toda esa belleza, que se ha traducido en alegría exultante ante el objetivo cumplido, se ha reflejado en todos los que los miramos: sus familias, sus amigos y sus aficionados en general. Y esa alegría por ellos nos ha guapeado a todos.

Y de ese halago general, quiero pasar al particular. Quiero, a través de estas breves líneas, cumplir con mi básico deber como tía, a saber: que sepan que se puede contar con la menda, cuando haga falta; avergonzar, dentro de un moderado orden, a los más jóvenes, como mayores suyos que somos; y presumir un montón, algo que hago, esto último, divinamente. “Mira mi sobrino qué guapo, mira qué bueno, mira qué estupendo”.

Y a estos dos últimos deberes voy a entregarme en los próximos párrafos.

Mi sobrino José María es un tipo excepcional. Siempre lo fue. Todos los son en su rama, cada uno de ellos. Las demás ramas también lo son, cada una tiene su sello, pero todas estamos de acuerdo que José María bebe del dulce néctar que beben los que enfrentan grandes batallas, como lo hacen todos los de su casa. Y por eso su luz es distinta.

Es el cuarto de su casa, y el decimocuarto sobrino de los quince Fernández-Martos que conforman nuestra siguiente generación. Como nos pasa a todos los pequeños, creció mirando a los que le precedían, sus hermanos mayores, aquellos a quienes parecerse. Compartía litera con su hermano Edu, y durante doce años la vida se fue abriendo paso con alegría, proyectos, deporte, familia, campo, amigos, colegio, lo normal, en fin, de una infancia feliz, sin temor a nada. Hasta la noche de una madrugada en que a su compañero de juegos, su hermano Edu, ante sus ojos, le cambió la vida para siempre. Y con él, la de todos ellos.

Nadie entendía nada. En pleno shock y con la urgente necesidad de atender a Edu, José María aprendió a ser él mismo y, al mismo tiempo, un niño nuevo, sacando fuerza, horas al estudio, fines de semana al deporte, y todo lo necesario que la familia fuera requiriendo. Tu madrina escogía una quimio que le mantuviera el pelo para no apabullarte del todo y poder acompañarte a algún partido. Una época en que siempre estuviste presente pertrechado en tu discreción. Y ahí seguiste jugando al balonmano, que no era un deporte más, que era el deporte al que había jugado tu hermano. Años de gran valor, buenas decisiones, muchísimo esfuerzo, en los que aprendiste a encontrar tu propio camino en una senda por la que pisabas con la reverencia y el respeto de haber sido la senda que pisaba tu hermano cuando aun podía pisar, correr, volar. Una parte del camino que superaste por edad y porque tuviste la posibilidad de desarrollar tu talento. Esos primeros pasos caminados sobre las huellas de Edu formarán siempre parte de la huella que marques en tu vida, te dediques a lo que te dediques.

En tu generosidad y profundo deseo de llevar a tu hermano contigo, pediste jugar en tu camino con la selección con su dorsal, el 14. Y para que él se sintiera más cerca de la pista al ver tus partidos, renunciaste a tu nombre de pila para poner tu apellido, el de todos nosotros. Un gesto emocionante que durante muchos días hemos visto como un regalo tuyo a Edu. Hasta que el otro día, paseando por la playa, con mis pies en el agua, y con el Sagrado Corazón coronando el monte Urgull, asaltó a mi corazón otro punto de vista. Un punto de vista que me confirmó mar adentro cuando nadé a su amor, sin prisa ni frío. Tú llegaste a nuestra casa siendo el 14 de los Fernández-Martos. Y no dejo de pensar que Edu, en esa manera suya de saber más cosas y con mayor profundidad que todos nosotros, que a duras penas entendemos nada, de algún modo se asentó en mi corazón como un manto de consuelo de agua tibia, que él vistió de manera inconsciente y providencial ese dorsal que ya eras tú, para vestir tu numero con orgullo en todo el tiempo que pasó jugando y en pie antes de su silla. En esa particular lógica celestial que viste a uno con el amor del otro, y al tratar el otro de amar con lo que mejor tiene, acaban ambos encontrando su personal camino, acogiendo las circunstancias difíciles y las favorables, todas ellas. Y regalándonos a los demás la sonrisa más alegre y abierta de tu padre, nuestro hermano, que tanta felicidad nos ha recordado.

Tú sabes, como nosotros, que has ayudado a ganar el campeonato del mundo en dos canchas diferentes. Te lo mereces porque te lo has trabajado muchísimo y, además, tienes el talento. Ese es tuyo, campeón. El oficial lleva ya tu nombre para siempre. Como también lleva tu sello cada una de las sonrisas, ratos de emoción, celebración y más sonrisas que tu alegría nos ha regalado. A toda tu familia, de padre y de madre. Toda la tuya. Todos los tuyos. Has traído la alegría que dicen que traemos los pequeños. Y tú eres un pequeño muy grande. Y por todo esto, te doy las gracias.

Podría seguir, pero creo que aquí ya voy bien servida de orgullo, aderezado con su mijita de vergüenza para los tímidos. Concluyo, pues.

Enhorabuena, José María. Sobrino mío, el 14 de España. Mirad qué guapo, qué alto, qué estupendo. Mirad qué Campeón del Mundo.