Fue un viernes de mediados de septiembre de 2004 la primera vez que Cuatro tv metió en nuestras casas, a modo de entretenimiento, la educación de los hijos de otros. De los hijos difíciles, dentro de un orden, de otros. Nacía en nuestros corazones la Supernanny. Una profesional a medio camino entre redicha y cargada de razón. Quizá justo eso era lo que más podía cargar, la razón que tenía en la corrección. Sea como fuere, mantenía pendientes en la educación de los hijos de otros a progenitores y adultos varios. Lo de “de otros” es importante, porque siempre nos ha gustado mucho ver los toros desde la barrera

Su objetivo eran niños difíciles de hasta diez años. Enseñaba pautas educacionales a los padres para enderezar a los niños antes de que definitivamente se salieran de madre. De padre y madre, habría que decir ahora. O de progenitor distinto de la madre biológica. O yo qué sé. Que el niño dejara de joder con la pelota fuera de hora y de manera constante, vaya.

Una de las lecciones más importantes que recuerdo es la disciplina que habían de mantener los adultos en la aplicación de la norma exigible a los hijos. No se puede educar a un menor gritando normas cuyo cumplimiento no estamos dispuestos a exigir porque no queremos autoexigirnos el esfuerzo que ese cumplimiento requiere. Mi madre, muy sabia, siempre decía a los padres jóvenes: «tened cuidado con los castigos que imponéis a los niños, que os venís arriba y acabáis castigándoos a vosotros mismos. Más vale un castigo breve y firme que uno duro y no respetado por los padres.»

El mencionado programa de tv sirvió para que algunos padres se pusieran la pila y muchos hijos se metieran en vereda, porque eran niños que empezaban mandando. Aquellos recibidos como reyes de la casa estaban rompiendo en absolutistas de ocho años.

Para los que no aprovecharon la oportunidad, y el aviso, de reconocer lo que podían tener en casa y arreglarlo, llegó, en abril de 2009, justo antes de la temporada de ferias y festejos, y en la misma cadena de televisión, Pedro García Aguado, campeón olímpico de waterpolo y drogadicto recuperado, desde su rol de Hermano Mayor. Llevaba la disciplina, el respeto, el trabajo y, en ocasiones, la abstinencia, a los hogares rotos por adolescentes endiosados y padres desesperados. Como dice el Juez de menores de Granada, don Emilio Calatayud, cuando habla de problemas de conducta, «a hijos chicos, problemas chicos, y a hijos grandes, problemas grandes».

En este programa todo era más llamativo, más ruidoso, más violento, más grave: hijos e hijas tiranizando a padres, madres y abuelas, que les han dado todo en la esperanza de que se volvieran comedidos. En definitiva, los padres habían olvidado que los límites son un gran don y que el chantaje emocional al que sus hijos les habían sometido, es herramienta de tiranos y manipuladores.

Y la audiencia mirando.

La última emisión de Hermano Mayor, después de once temporadas, fue en julio de 2017. Parecía que nos hubiéramos quedado huérfanos de lamentables espectáculos de abusos y cesiones.

Nada más lejos de la realidad. Precisamente ese es el problema: que vino la realidad para mostrarnos la evolución del bebé caprichoso no enderezado, del adolescente tirano no corregido. Llegó el adulto en la vida real, el guardián de la caja de caudales de la casa. La nueva temporada empezó el 6 y 7 de septiembre de 2017. Preñada de flashbacks, llegó el golpe de Estado catalán, llegaron los políticos, las televisiones retransmitiendo en directo, comentando desde la calle, las patadas en la puerta, la ruptura definitiva de las reglas del juego, el juicio, los caprichos con efecto real en la vida de las personas. Ya no era ficción, ya no era educativo. Era la entrega 1.0 de la vida real de los caprichosos sin disciplina y con paga sin límite ni control. El sainete de los adultos. La audiencia estupefacta. El ciudadano asistiendo a los desmanes de los políticos que decían representarlos, viendo el cambalache en el que habían convertido unas instituciones más respetadas por el autónomo que por los que las habitaban.

Así seguimos, en una temporada interminable de abusos y manipulaciones, de desigualdades y ventas baratas del patrimonio familiar por parte de unos tiranos con ansia de «emperaores», que buscan saciar su ego con la droga del carguito, la deshonra, y el fondo público.

Y aquí estamos los padres y madres de la patria, los pagadores, viendo, primero, cómo unos hijos han metido a los asesinos de su hermano en el cuarto de estar, y, ahora, otro se asocia con ellos y con los desleales que ya recibieron su herencia, para condenar al resto de sus hermanos a las habitaciones de servicio. Y nos encontramos en plena Navidad rodeados de «emperaores» deseosos de reescribir la Historia, reventando el Roscón, dejando el haba en nuestro plato después de hurgar en nuestra nata.

Esos son los hijos que hemos parido desde la papeleta de votante. Por costumbre o por comodidad. Por no querer mirar a los que mal obraban y, de manera constante, faltaban a lo prometido en campaña. Porque se miraba mal a los que decíamos que qué locura era esta que se estaba permitiendo, que se rompía España. Porque quizá no lo supimos explicar mejor.

Pero así estamos, gobernados legalmente, a día de hoy, por egos sobredimensionados. Así estamos los autónomos, los curritos, los buenistas. Los padres de los «emperaores» que no lo quisieron, o no lo supieron, ver.

 

* Artículo publicado en febrero de 2020, en Ataraxia Magazine. Puedes acceder a la publicación directamente pulsando en el siguiente link:

De curritos y «emperaores» en la nueva España